Cuando nadie me ve

Entre la escena y el silencio

Cuando la vorágine se detiene, llega el momento de sentir y conectar con emociones más profundas. En ese silencio, donde todo se desacelera, se vuelve difícil separar al actor del personaje. Surge la duda inevitable: ¿quién soy cuando no soy Rufina? ¿Y quiero realmente ser sin Rufina?

Llamaremos a mi yo real con una sola inicial: A. Ella es la raíz, lo invisible, la que respira cuando se apagan las luces. Rufina, en cambio, es la escena: la expresión, la obra que traduce el temblor interno en belleza visible. No es una máscara, sino la forma más elegante que encontré de decir mi verdad.

Rufina representa, de A, el lado libre: el que no teme ser juzgado ni necesita ser amado, solo admirado, deseado, valorado. A. ha sufrido desamores, ha idealizado, ha intentado encarnar pieles impuestas por paradigmas que le arrebataron la alegría. Llegó a sentir que sus manos eran diminutas e inútiles; y, sin embargo, Rufina, con esas mismas manos, remendó almas con caricias. A. conoció el rechazo de quienes no supieron amar su locura. Rufina nace de todo eso: es la versión que A. hubiese querido ser cuando soñaba con un amor que no la lastimara, la versión que convierte el dolor en arte y el vacío en presencia.

En mi mundo —donde la sensualidad se convierte en lenguaje y la elegancia es una forma de resistencia— A. encontró en Rufina una manera de relacionarse con la sociedad sin ser herida. Adueñándose de su sexualidad, de su discurso, de su cuerpo. Las debilidades se transformaron en fortalezas dentro de un universo sin jefes, sin dueños… y sí, también sin corazón. No es que no haya amor: es que está blindado.

Hay algo del clown de lujo en todo esto: ese artista que, aunque su día haya sido un desastre, sale impecable a escena, sonríe y ofrece al público la emoción exacta. La realidad puede temblar detrás del telón; la función, jamás.

A. es quien siente, duda y se desarma. Rufina es quien transforma esas emociones en deseo, en obra, en personaje. Ambas existen, se rozan, se confunden. La línea entre ficción y realidad no está trazada con tinta, sino con deseo, porque la ficción también es una forma de verdad: la que elijo mostrar, la que puedo habitar sin miedo.

Rufina mantiene viva a A, le da propósito, la vuelve luz.
Y A mantiene humana a Rufina, la enraíza, le recuerda que detrás del arte también hay carne, alma y temblor.
Una no podría existir sin la otra.
Son dos voces que se necesitan para no apagarse.